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Oscuridad, adrenalina... y oler el miedo. Notar como tu piel se eriza, sentir el frío del momento y el calor de la emoción, sabes que van a morir, sabes que puedes morir, pero tú los vas a matar, tú pisarás sus cadáveres y arrancarás sus gargantas, sentirás como su alma abandona los cuerpos, sentirás como su fuerza se sustituye por miedo y al final por muerte.
Recuerdas; dos cuchillas en los tobillos, tu yatagán colgando de la cintura y Daru esperándote en la espalda. Tus zarpas, tus dientes y tu mirada de hielo. Implacable, inamovible, casi inmortal. La perfección de la fuerza, del fuego... el miedo.
Suenan los primeros gritos allí abajo, seres sufriendo, llorando, intentando sobrevivir en esa batalla, una de tantas o tal vez la última. Un niño empuñando un arma para matar a un viejo o morir mientras lo intenta. Una manada de centauros que caen a cada golpe de hacha de los fansfur, enanos capaces de transformarse en fuego puro y fundirse con su arma.
Y ahí estás tú, esperando ese momento, esperando ese grito definitivo, relamiéndote, sintiendo cada golpe, cada rasguño, cada herida, cada bala que atraviesa un corazón o cada puño que destripa y arroja las vísceras al de al lado... hasta que abres los ojos y el mundo tiembla.
Respiras, gritas y los luchadores callan porque temen, porque saben que posiblemente el segundo de después estén ya muertos. Y abres tus brazos y te arrojas al vacío del acantilado y salen tus alas de oscuridad que recubre cada tramo por el que pasas y se extiende como una plaga, como una enfermedad que envenena los cerebros de quienes la padecen. Y se van asfixiando mientras luchan.
Tocas el suelo y te levantas. Notas que el mundo está pendiente de ti, que por un segundo todo se ha parado y a tu alrededor están esperando la muerte suplicando que no les duela. Y corres, y saltas y te lanzas sobre el enemigo. Y ellos gritan y ellos sufren y tú disfrutas mordiéndoles y arrancándoles la vida. Notas que no te hace falta el filo de la espada pero quieres sujetarla. Y desenvainas tus cuchillas y rebanas cuellos. Ellos te intentan tocar, te intentan matar pero paras sus golpes, esquivas sus flechas y balas y a los hechizos... eres demasiado rápida como para que te toquen, y hay demasiada gente, un brujo que no se atreve a encantarte, y tampoco lo hacen porque estás rodeada de gente que puede ser suya.
Saltas, abres tus brazos y vuelas; ya tienes tu objetivo. El jefe está sobre un gigafante, pensabas que habías visto a las criaturas más grandes pero ese tipo de elefante tan monstruoso lo superaba. Se encuentra en el otro extremo del valle, rodeado por brujos que te tiran hechizos. El jefe ríe, es una criatura asquerosa, espantosa, más que horrorosa. Lucha sin más, con la esperanza de que el mal gane y los grandes jefes le den su cachito de poder junto a ellos, una vida tranquila con su séquito, con mil mujeres para él, con mil personas a las que esclavizar y poder hacer lo que le plazca. Un pequeño paraíso para él, una gran tortura para el resto. No le importa nada, no le importa nadie y ahora intentar destruirte; es su cometido. Realmente no contaba con que fueses a aparecer, había oído que en las batallas anteriores una sombra apareció y mató a todos los enemigos de un golpe, era una peste, una bestia, fuego entre maleza. Pero no contaba contigo, había traído con lo que defenderse pero no era suficiente.
Caes sobre el jefe brujo y sientes el calor que producen los hechizos de la muerte y mientras te ríes porque sabes que no te harán nada, te lanzas sobre el resto que gritan y huyen. A los que corren los alcanzan las cuchillas y a los que eres capaz de agarrar los matas con tus propias manos. Subes a por el jefe en un salto, el jefe, nervioso se levanta, tiene los ojos fuera de las órbitas del miedo, no puede ni respirar, lo asfixia el sentimiento de pánico y muerte y antes de que saque su espada de dragón lo coges del cuello y alzas, es gordo pero no importa, tienes fuerza suficiente. El cerdo grita y tus zarpas vuelven a aparecer, capaces de atravesar la armadura más fuerte y aplastarla como a una hoja. Tus uñas atraviesan el metal y empiezan a atravesar la piel. El cerdo grita y sientes que la batalla se para y los arqueros te apuntan sin saber si disparar o no. Le arrancas el casco y te lanzas a su cuello, ya es víctima, ya es solo carne y sangre, ya es cuerpo muerto.
Has ganado... y despiertas.